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Ficción

El cenote volcánico*

El faraón

---787Como al faraón, poco a poco se le fue secando el corazón. La época de los demonios había quedado atrás. O eso creía yo. ¿Había realmente alejado a los ángeles de la guarda? Como al faraón, poco a poco se le fue secando el corazón, mientras yo caminaba por los pasillos de la iglesia. Como al faraón, poco a poco se le fue secando el corazón, al despertar, una mañana fría con dolor de cabeza. Como al faraón, poco a poco se le fue secando el corazón, una tarde dominical de sol amarillo insoportable. Como al faraón, poco a poco se le fue secando el corazón, durante cierta noche vacía de ruido y de viento. Como al faraón, poco a poco se le fue secando el corazón, retumbaba en mi cabeza una vez más. Y no dejó de hacerlo durante aquel periodo.

En algún momento, ese eco dejó de rebotar en la recámara interna de mis oídos. Pero no sus efectos. En el trayecto de la escuela al trabajo en el año 2001, la misma sensación de ahogo. Poco antes de dormir en 1998, la misma certeza de que la copa en mi pecho se había llenado nuevamente de desperdicios. No, no, no, no, no, otra vez no, me repetía a mediados del 2004. Y me quedaba solo, como en 1995 a llorar en casa. Ni la morbosa mirada de los ángeles de la guarda me acompañaba para entonces. Me quedaba solo porque no soportaba la presencia de los demás. Solo. Porque prefería perderme los paseos familiares y encerrarme a golpear una almohada cuando el hartazgo me sobrepasaba. Y porque mi madre enfureció cuando le dije que deseaba morir. Mi querida madre. Debió espantarse tanto. Qué otra cosa habría podido decirme, sino un reclamo que apelaba a la ingratitud. Solo. Porque, de nuevo mi madre, había alejado a los demonios. Y me había quedado solo, con los contornos difusos, hundido en el calor negro de tantas noches. Quizá era mentira. Quizá mis ruegos nunca fueron escuchados. Y como al faraón, poco a poco se me iba secando el corazón.

Escuche su historia en la iglesia. Dónde más. La hermana Lety nos contó del cautiverio hebreo en Egipto. Nos habló de las plagas, del ángel de la muerte y, sin darse cuenta de lo que hacía, soltó la frase: y al faraón poco a poco se le fue secando el corazón. El dardo de ese conjuro dio en mi pecho. Y una cosquilla recorrió todo mi cuerpo. Desde entonces, poco a poco se me fue secando el corazón. Pero era más bien un coraje. O un cariño malsano. Pobre faraón, tan solo en su cólera, despertando de un sueño de madrugada, gritando de horror frente al ángel de la muerte, llevando el cadáver de su primogénito a cuestas. Y el ángel de la muerte se reía con la sangre de los corderos y los primogénitos en sus labios ¿Era otro ángel de la guarda vuelto demonio? Mi corazón estaba con el faraón, no con el pueblo hebreo y sus hechicerías. Yo no entendía de opresiones ni esclavitud. Pero sí que sabía de ángeles con sonrisa amistosa y mirada maliciosa. Para mí, el faraón era la víctima en esta historia. Con cariño me coloqué junto a él. Y para acompañarlo en su ruina, poco a poco se me fue secando el corazón.

El cenote volcánico

Pero siguió latiendo. Un calorcito lo mantuvo a salvo de aquel sin sentido. Porque nada en realidad tenía sentido. ¿De dónde venían todos esos delirios de tristeza y temor? Los demonios se habían marchado. Me habían dejado solo, sin excusas, sin nadie a quien culpar. ¿Era todo esto culpa mía? Quizá nunca se fueron.

Jueves 24 de marzo de 2005. Yo no tenía intención de llevar una bitácora de sueños. Pero a esa edad, de qué otra cosa iba a escribir un joven aburrido como el que fui. Y aquel drama invisible me provocaba tanta vergüenza como desconcierto porque, una vez más, parecía provenir de ningún lado. Todas las historias precisan de una vindicación. Sin ella, sus protagonistas van recogiendo migajas. Sin luz propia, se desvanecen hasta traslucir cualquier otra historia, menos la propia. Ese era yo, siempre pidiendo permiso y perdón. Anhelante de una boya en medio del mar abierto. Sin flotante ni brújula, ni siquiera intención alguna, el jueves veinticuatro de marzo de dos mil cinco me sumergí en ese mar de ahogo con una libreta y una pluma, que fueron al final mi linterna y mi escafandra.

7851Pero no fue un mar, sino un pastizal. Enorme llano grisáceo, cielo gris muy cerrado. En medio de esa nada de pasto, un gran agujero en el suelo. Paredes de piedra volcánica. Negra. Brillante. Hermosa. Al fondo agua. Estanque cristalino. Y, tengo que repetirlo, hermoso. Yo era Peter Pan, porque en ese tiempo me sentía perdido. Y porque comprendía su dolor. Vagabundo de los jardines de Kensington sin segundas oportunidades. En realidad, no. Yo era más bien el bajito James Matthew Barrie, el que verdaderamente nunca creció. Tras la muerte de su hermano David, mamá nunca se repuso. Patinaba sobre el hielo cuando cayó. Era el favorito de mamá. Y la señora perdió el interés por salir de su habitación. James Matthew se disfrazó durante meses de su hermano. Pero mamá apenas y lo miró. Chico de seis años. Algo de sí se le quedó atrapado en aquella ropa de su hermano de trece. James Matthew, el que verdaderamente nunca creció. No llegó a medir ni un metro y medio. El recuerdo de David ahogaba esa casa. Mamá encerrada en la alcoba. El silbido de David en los labios de James Matthew. Mamá sumergida en el llanto. La sonrisa de David congelada a sus trece, casi catorce años sempiternos. Tampoco creció.

Yo me ahogaba en esa pradera gris. Avanzaba hacia el cenote volcánico como quien huye a la superficie del agua. Me acompañaban tres hermanas. Frente al cenote, la mayor se posó sobre una roca saliente. Lanzó un breve discurso sobre lo poco que le gustaba la vida y lo mucho que deseaba abandonarla. Y se tiró al gran estanque subterráneo. En el fondo, el líquido, que reflejaba el negro brillante de la roca, extinguió el llanto de la joven. Y las lágrimas se perdieron en el agua oscura.987

Wendy se colocó en la misma posición que la hermana mayor. Dijo algo sobre el dolor en su corazón. “El amor es una porquería”, insistió, “sería mejor vivir sin él”. Y se tiró. Ella también emitió un llanto sordo en la profundidad.

Margaret, la menor, lanzó las siguientes palabras: “Mi corazón es frío como el agua de este estanque. Nunca he sentido nada y quizá nunca llegue a sentirlo. Y es mejor así. No tengo interés en contaminarme de sentimientos. Por eso, para mí, vivir es un pesar, porque soy una estatua deambulante arrastrando su cuerpo de mármol frío”. Y se tiró.

Me sentí nervioso. Las palabras de las hermanas me entristecían. Pero sabía que era mi turno. ¿Qué discurso podía yo pronunciar? Busqué dentro de mí y, en clara oposición a mis predecesoras, hallé una bondad y gratitud excesivas. De entre todas las cosas, la música. Hablé de cuánto la amaba y cómo gracias a ella valía la pena habitar el mundo. No sé a quién quería yo darle una lección. Pero solté el ditirambo al viento y me lancé. Todavía me di el lujo de hacer un par de piruetas en el aire. Al entrar en el agua, sentí como si atravesara un cristal que se quebraba en puntas filosas. Un destello punzante en mi pecho. Aterrado, luché contra el gélido líquido para salir de él. Braceo derecho. ¿Por qué me pesaba tanto el cuerpo? Pataleo desesperado. Apenas y conseguía avanzar. Braceo izquierdo. El dolor y el entumecimiento me hacían cada vez más torpe. Me prendí a una roca negra y afilada cerca de la superficie. Cuando logré sacar medio cuerpo del agua, el piquete en el pecho se había vuelto un pesado dolor extendido por la espalda y los hombros. Ya no podía mover el brazo izquierdo. Ni jalar suficiente aire. Una piedra enorme, desprendida del borde superior del cenote, cayó al agua. Me arrastró consigo al fondo. Algo me golpeó el pie. El dolor era insoportable. Pero yo ya no luchaba. La fatiga y la certeza de muerte me habían vencido. Sin embargo, de un momento a otro, aunque con mucho dolor y entumecimiento, me vi nadando lentamente hacia la superficie. Me arrastré hasta una gruta de suelo arenoso color gris casi negro. “Estuviste a punto de morir” dijo una de las hermanas. Alcé la vista. Me observaban de pie. Ilesas. También un joven mayor a ellas. Me dijo: “¿Te das cuenta? Los sentimientos que calientan el corazón, en el agua fría, te pueden matar”.


* Capítulo 2 y 3 de una novela autobiográfica aún sin nombre. Para ir al listado de capítulos da click aquí

Acerca de Daniel Villagrán Salazar

El autor de este sitio nació en la Ciudad de México. Conoció la vida junto al mar. Aprendió a tocar la guitarra. Cree que la sociedad sin lucha de clases es posible. A menudo el sueño lo vence en el sofá. Es daltónico.

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