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Ficción

El avispero*

Antes de los demonios, yo me escabullía en misiones rebeldes intergalácticas. Como cuando tuve un guante brazalete que lanzaba pequeños dardos que parecían mondadientes y, sorteando peligros en un bar poblado por diversas razas alienígenas, se los clavé a un general oscuro en la frente. Un tipo amable en realidad. Parecía que más bien, condescendientemente, me dejaba pelear consigo. Yo era sólo un niño asustado que viajaba en el tiempo. Como la vez que estuve en el antiguo Egipto y amé y fui amado por la mujer de los ojos más felinos del reino humano. Antes de los demonios, mis pesadillas eran sombras pasando en fila, brincando frente al umbral de mi habitación en la casa de la colonia La Mira en Acapulco; eran cuatro símbolos en la pared de la sala durante la noche: un caballo negro, un cuervo o una pantera, una cruz y una espada de naipe; eran mi abuela materna llamando al zaguán, su rostro asomado por la rendija del buzón, su risa de guajolote. Yo tenía menos de cinco años.

Los demonios habrán llegado alrededor de los siete. Dos posibles causas de su llegada. En la iglesia de la colonia Obrera de la Ciudad de México, alguien dijo que podíamos invocar a nuestros ángeles de la guarda con el pensamiento. Para hablar con ellos, bastaba mantener una conversación interna, permanecer atento, la intuición, una voz, quizá una idea nueva serían su respuesta. Hablé con ellos durante dos semanas, hasta que comencé a sentirme observado mientras tomaba el baño y durante el silencio de la noche. Los alejé con cierta náusea. Pero quizá no se fueron. Quizá ellos terminaron por volverse los demonios. O quizá fueron las historias de mi madre, quien había iniciado un grupo de oración para combatir a las sombras de los atormentados.

Por lo general tenía que huir de lugares infestados. O me enfrentaba a un gordo al que no podía golpear; mis brazos pesaban, como quien se mueve debajo del agua. Algunas veces resultaba que el gordo era en realidad uno de ellos. Descubrir sus habilidades en la mímesis me volvió desconfiado. Me di cuenta que era posible cruzarse con cualquiera que, en realidad, no era cualquiera, sino uno de ellos. Me volví más cauto. Me di cuenta que la mirada de algunas personas era roja luminiscente. Esa era la señal. Me encontraba cerca de mi casa. Entre la gente podía diferenciar a los de ojos rojos. Huía de ellos. Pero estaban por todos lados. Las demás personas no podían darse cuenta que su acompañante, quizá uno de los más insospechados, era uno de ellos. Corrí hacia la entrada «C» del edificio 155 en la Unidad Kennedy. Crucé el zaguán y, desesperado, subí las escaleras. Frente a la puerta del departamento me desplomé llorando. Supliqué auxilio. Una voz femenina me dijo “tus ruegos han sido escuchados”. Me explicó que el mundo se estaba separando. De un lado quedaría lo bueno y lo benigno; del otro, lo malo y lo nefasto. Como en un trance, tuve la visión del planeta Tierra que se dividía en dos. Pude oír muy a lo lejos los gritos de multitudes. Y vi las dos Tierras. Una luminosa, brillante; la otra gris, sucia, ensombrecida. Vi también, por un instante, a una virgen bajo un manto azul. Quizá fue morado. O violeta. Soy daltónico.

Regresé del trance. Totalmente aliviado, subí el resto de las escaleras del edificio guiado, creo yo, por una intuición. En la azotea, Miguel, mi primo, lavaba ropa. Le pregunté si sabía algo sobre el mundo divisorio. Cuando me miró, pude ver sus ojos rojos. Salí corriendo de ahí. ¿Qué había pasado? ¿Me había quedado del lado nefasto? Entré desesperado al departamento donde vivían mis abuelos maternos. La calma me rodeó. Desde el otro extremo del pasillo, vi a mi abuela sentada frente a su máquina de coser. Ya no reía como guajolote. Para el verano de 1992, su sola imagen me consolaba. Desperté sollozando.

Pero los demonios no se fueron. ¿Me había quedado yo del lado nefasto? Cierta madrugada me levanté de la cama en aquel departamento de la Unidad Kennedy. La luz estaba encendida. La ventana estaba abierta. El frío se colaba. Bajé de la litera para apagar la luz. La cortina ondeaba descubriendo la oscuridad de la noche. De esa oscuridad apareció una gárgola de piel rojinegra y brillante, quizá de consistencia viscosa, como de reptil acuático, rostro enfurecido, colmillos, ojos encendidos. Cayó de golpe sobre el dintel de la ventana. Me gruñó ferozmente. Volví a despertar gritando. Mi madre acudió a mí. Le conté llorando de la gárgola. Le dije que estaba cansado de los demonios. Me prometió que ella y su grupo orarían por mí. ¿Yo era un atormentado? Me aseguró que los demonios no volverían. Y así sucedió. Habré tenido entonces nueve años.

Tiempo después me enteré que por esas fechas toda la familia tuvo experiencias similares. En un culto de la iglesia, mientras mi padre predicaba, una mujer salió volando de su asiento, como si una explosión la hubiese lanzado hasta el púlpito. Ahí, mi abuelo materno, quien era el pastor de la iglesia, oró por ella. Varias personas se pusieron alrededor de la mujer para acompañar la oración. Algunos incluso impusieron sus manos esperando, supongo, formar un puente directo entre el Espíritu Santo y la mujer. Mientras tanto, la mujer sostenía los ojos abiertos, tan abiertos que se le desaparecían los párpados, y un rictus que mostraba mitad burla mitad espanto. Algunos vieron luces salir de ella, otros escucharon voces. Mi padre y mi hermana (una niña de apenas siete años) estuvieron en el círculo de oración alrededor de la mujer. Ellos pudieron ver sus ojos haciendo círculos recorriendo a cada uno de los orantes.

En otra ocasión, cuando mi padre recién llegaba al templo, la encontró sentada en una banca dentro de la iglesia. La señora se burlaba de la gente que hacía oración. Al ver a mi padre, la señora se levantó y se fue. Quién sabe por qué.

También por esas fechas un joven de la iglesia llevó a su novia. La chica resultó poseída. Mi padre y otros más fueron a visitarla a su casa. Presenciaron la manifestación de la posesión por primera vez en esa visita. Mientras el novio la sujetaba, ella se retorcía en el suelo. Un compañero de mi padre, supuestamente más experimentado, le preguntó su nombre. Legión, contestó el espíritu opresor, al más puro estilo bíblico. Sabemos de ti, le replico el compañero de mi padre.

Más adelante, la chica protagonizó un espectáculo en plena vía pública frente a las puertas de la iglesia. Mi padre cuenta que la mujer transformaba su rostro y su voz. Era una dulce jovencita que le decía con ternura a su novio que todo estaba bien, que no pasaba nada. Segundos después su rostro parecía quemado, sus ojos se encendían de ira y su voz se volvía muchas, algunas muy graves, formando armónicos metálicos casi robóticos. Insultaba a mi padre y al resto de personas que oraban por ella. Regresaba a ser la linda jovencita indefensa. Le suplicaba melosamente a su novio que la soltara de los brazos. Los vecinos que pasaban por ahí se alarmaron. Otros se asomaban con susto desde sus ventanas. Un grupo de ellos se acercaron con palos y utensilios de cocina para defender a la chica. Mi padre les pidió que se acercaran para entender lo que ocurría. Les bastó una mirada para alejarse horrorizados. Una patrulla llegó minutos después. De nuevo los vecinos. Ahora habían llamado a la policía. Mi padre siguió el mismo protocolo. Los elementos de seguridad echaron un vistazo. Perdieron de un momento a otro su prepotencia. Se retiraron con la humildad de quien deja las cosas de Dios en manos de Dios, y lo del diablo con el diablo.

El grupo de oración de mi madre no escapó al frenesí de la guerra espiritual. O, más bien, al contrataque de los oscuros. Una de sus compañeras recibió en su casa a una persona atormentada. En algún momento, la mesa de centro de madera y metal, imposible de ser levantada por una sola persona, se elevó en el aire. De debajo de ella salió un humo negro sin combustión.

Mi madre misma recibió una visita inesperada. Cierta mañana después de ocuparse de labores domésticas, se recostó en la cama. Entre sueños escuchó pasos entrando a la habitación. Eran pasos como de quien calza botas. Aunque el sonido del tacón le resultó extraño, imaginó que se trataba del gato que teníamos por mascota en ese entonces. Esos pasos llegaron hasta la cama. Sintió que alguien o algo se recostó sobre ella. Escuchó una voz que la instaba a dejar su práctica espiritual con argumentos burlones. Mi madre, como suele ocurrir en estos casos, no se podía mover. Los médicos llaman a esto “parálisis del sueño”. La gente común suele decir “se te subió el muerto”. Y este muerto le habló.

Yo de todo esto nada supe sino hasta muchos años después. Fue un tiempo de espanto. Quizá de aquí surgieron los demonios que me atormentaban de noche. Papá y mamá, y su gente, habían pateado el avispero.


* Capítulo 1 de una novela autobiográfica aún sin nombre. Para ir al listado de capítulos da click aquí

Acerca de Daniel Villagrán Salazar

El autor de este sitio nació en la Ciudad de México. Conoció la vida junto al mar. Aprendió a tocar la guitarra. Cree que la sociedad sin lucha de clases es posible. A menudo el sueño lo vence en el sofá. Es daltónico.

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